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En una visita a un pueblo costero, Coniraya Viracocha se enamoró de una hermosa virgen llamada Cavillaca, pero ella no mostró interés por él por ser viejo y pobre.  Pero Coniraya Viracocha ardía en deseo y adoptó la forma de un pájaro para perseguir a la joven y observarla sin ser visto.

Un día, mientras Cavillaca tejía un tapiz a la sombra de su lúcumo predilecto, Coniraya Viracocha voló hasta el árbol y eyaculó en uno de los frutos de color naranja, haciendo que éste cayera al suelo.  Cavillaca vio aquel fruto lustroso y maduro y lo comió.

Siendo virgen, Cavillaca se sintió horrorizada al saber que estaba encinta, y sin tener ninguna idea de quién podía ser el padre, meses después dio a luz a un hijo.  Cuando el bebé contaba seis meses de edad, Cavillaca decidió descubrir la identidad del padre.  Reunió a todos los hombres del pueblo y les preguntó quién había sido responsable de su embarazo y pidió que el culpable admitiera su cruel acto.  No eran pocos los jóvenes que ansiaban asumir la responsabilidad del bebé, aunque sólo fuera para casarse con la preciosa Cavillaca.

Pero Cavillaca estaba desconcertada.  ¿Cómo podían tantos hombres ser el padre de su hijo?  Decidió que fuera el pequeño quien escogiera.  Lo dejó en el suelo y le dijo que gateara hacia el hombre que fuera su padre biológico.  El niño era astuto y ella confiaba en que sabría qué hacer.  Casualmente, Coniraya Viracocha, ataviado de nuevo como un mendigo, merodeaba por allí.  Sin el menor atisbo de duda, el bebé gateó directo hasta Coniraya Viracocha y se abrazó a su pierna.

Asqueada ante la idea de casarse con aquel vagabundo mugriento, Cavillaca agarró al bebé y echó a correr a toda prisa en dirección al mar.  No se volvió para ver cómo Coniraya Viracocha se desprendía de la ajada capa gris y se transformaba en un joven y apuesto dios, engalanado en oro.  Cuando Cavillaca y el bebé alcanzaron el mar, cerca de Pachacámac, se convirtieron en piedra.  Coniraya Viracocha no se rendía fácilmente y 

siguió viajando, preguntando a todas las criaturas con las que se cruzaba si habían 

visto a su amada.