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Imagen de Hans en Pixabay 



Cuando los enanos hacen algún bien, la persona que lo recibe tiene la obligación de seguir las órdenes de su bienhechor, ya que esos seres castigan severamente la desobediencia.

En un pueblo cerca de Veurne se celebraba la Kirchweihe, fiesta anual de gran alegría para los campesinos.  Por esto, muchos se olvidaron del trigo que estaba maduro en el campo; pero uno de ellos no confió en el buen tiempo, y mandó a sus criados y criadas a segarlo.  Es fácil imaginar con que ánimo salieron del pueblo los servidores y cómo los entristeció oír, al marcharse, los alegres sonidos del violín y el rumor de los bailarines.  

A pesar de sus ruegos, el dueño de las tierras no tuvo compasión de ellos.  Los criados no veían más solución que la de obedecer, a menos que quisieran ser despedidos.  ¡Si al menos el campo hubiera sido pequeño y hubiesen visto una posibilidad de acabar el trabajo antes de la noche, entonces el disgusto hubiera sido menor!  Pero el campo tenía muchas fanegas, y para acabarlo de segar se necesitaban nada menos que tres días.

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Llegaron al campo, cogieron a disgusto sus guadañas y empezaron a cortar el trigo perezosamente, sin ganas y de mal humor; pero no tardaron en dejar caer los instrumentos y se pusieron a gruñir y renegar, diciendo que era un pecado enorme estropearles de esa manera la alegría de la fiesta.  De repente estalló una carcajada cerca de ellos, y cuando miraron hacia el sitio de donde había salido, vieron un enanito panzudo, el cual se acercaba tranquilamente hacia ellos, con las manos cruzadas a la espalda, muriéndose de risa.  El capataz de la cuadrilla se enfureció mucho, levantó amenazadoramente su guadaña sobre el risueño hombrecillo y gritó:
-¡Como no dejes de reírte, te haré morcillas!
-Hazlo, prueba si eres capaz -contestó el enano, retorciéndose de risa-.  Te saldría mal; te lo aseguro.  ¿Trabajando en vez de estar en la "kermesse"?  ¡Sois tontos de remate!




Y seguía riéndose, sujetándose la tripita, para no caer de las carcajadas.
-Si, si -contestó el capataz-; es muy fácil decir eso.  Ya preferiríamos ir al baile y no tener que segar, pero el dueño nos lo ha mandado y le tenemos que obedecer, pues si no, mañana comeremos piedra.  A ese tío se le ha metido en la cabeza que hay que cortar el trigo de este campo, y no hay más remedio que ponerse al trabajo, pues quiere que lo terminemos hoy.
-¡Ah, pues venga; hacedlo de prisa! -rio el enano burlonamente.
-Bueno ¿hasta cuando te vas a reír?  Es muy fácil decir todo eso que a ti te hace tanta gracia; pero no hacerlo ¡qué sabes tú de esto!  ¡Vete y déjanos en paz, que bastante tenemos para que encima vengas a divertirte tú a costa nuestra!
-Yo os podría demostrar que entiendo algo de esto -contestó el enanillo-  Y mucho más que todos vosotros.  ¡Ya lo creo!  Si queréis obedecerme, os prometo que todo el campo estará segado antes de una hora.  Y después os podréis ir a la "kermesse" a bailar, lo que queráis.

Los criados rodearon al enano y le preguntaron ansiosamente:
-¿Qué tenemos que hacer  ¡Oh, dínoslo, buen hombrecito!
-Echaos todos a tierra, boca abajo y cerrad los ojos.  No levantéis la vista, ni miréis a vuestro alrededor, pues si lo hacéis, os arrepentiréis amargamente.  Es todo lo que tenéis que hacer.-contestó el enanillo.

Todos lo hicieron gustosos, y cerraron los ojos con honradez.  Pero una moza no pudo resistir su curiosidad, y levantó la cabeza con disimulo, mirando alrededor.  ¿Y qué vio?  Que el hombrecito dio unas palmadas y de repente aparecieron corriendo muchos cientos de miles de enanitos para recibir sus órdenes, porque era el rey de los enanos.  Cuando les dio esas órdenes,  empezaron con unas guadañas chiquitinas, a segar el trigo.  Trabajaron tan bien, que en menos de media hora estaba aquello en rastrojos.  Únicamente la parte que le correspondía a la curiosona estaba sin segar,  y ningún enano se acercó a ella.  

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El hombrecito batió de nuevo las palmas, y en un segundo desaparecieron los enanos.  Después gritó a los hombres:
-¡Levantaos, todo está listo!

Todos se levantaron, y se alegraron muchísimo al ver su trabajo hecho, aunque extrañáronse de que hubiera quedado un trozo de campo sin segar.  Pero el enanito hizo como si no lo hubiera notado y dijo:
¿Lo hago o no mejor que vosotros?



Pero la criada les interrumpió:
-¡No os dejéis engañar!  No lo ha hecho él solo.  Le han ayudado por los menos, cien mil hombrecitos de su tamaño.  Y así no es nada del otro mundo.
-¡Ajajá! -rio el enanito-.  ¿Conque has curioseado?  Pues entonces siega tú el trozo que han dejado mis gentes para ti.

Los demás mozos y mozas se rieron de ella, por su curiosidad, y tuvo que quedarse a segar durante todo el día.  Y lo peor es que apenas adelantaba su trabajo, pues las espigas eran tan duras como ramas de abedul, y a cada tercer golpe tenía que volver a afilar la guadaña.  Mientras tanto, los demás bailaban y cantaban alegremente en el pueblo.

Este fue el castigo que tuvo la fisgona, por no obedecer las órdenes del enano.










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