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-¡Pobre Esgarrachupas! Para que salga del purgatorio, le perdono lo mucho que me debe.
El sacristán Furigañas, que lo velaba, añadía siempre:
-¡Dios se lo pague! Yo también le presté una peseta.
Llegó la noche, el monago se durmió en un confesionario, se olvidó cerrar la iglesia, y entró en ella, para robarla, una cuadrilla de ladrones. Calcularon que, habiendo un cadáver de cuerpo presente, nadie se atrevería a sorprenderlos, y podrían pacíficamente repartirse el dinero que acababan de quitar a unos ricos comerciantes que volvían de ferias. Se sentaron en el suelo, formando corro alrededor del muerto, que alumbraban cuatro velas; vaciaron un saco de onzas de oro; al ruido se despertó el sacristán, el difunto se incorporó, extendió los brazos, dio un grito, y los ladrones huyeron espantados, abandonando el tesoro.
Furigañas y Esgarrachupas se convinieron en que éste se haría el muerto para que le perdonasen las deudas, como lo consiguió. Se durmió en el ataúd, lo despertó el sonido del precioso metal al caer en las losas del templo, le deslumbró el brillo, y no pudo contener el ademán ni la exclamación, que asustaron a los bandidos.
El sacristán y el perdido cerraron la iglesia y se repartieron el dinero. Como Furigañas no quiso perdonar la deuda a Esgarrachupas, al repetirle; "Dame mi peseta", lo oyó por el ojo de la llave de la iglesia Galdrapas, el más valiente de los ladrones, que se había acercado a ver lo que pasaba, echó a correr y, lleno de miedo, les dijo a sus compañeros:
-¡Tantos muertos se han levantado, que ni una peseta les ha tocado!
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