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Al poco tiempo de nacer Heracles (Hércules para los romanos) dio una sorprendente muestra de su fuerza extraordinaria.  Una noche, cuando estaba en la cuna, dos serpientes amenazadoras entraron en su habitación y se acercaron a él con la cabeza levantada.  Sin asustarse, se incorporó y agarró a las serpientes por la garganta.  Con una fuerza asombrosa luchó con ambos reptiles y logró vencerlos.

Todos decían que aquel niño estaba destinado a cumplir gloriosas gestas.

LAS DOCE HAZAÑAS

Ya adulto, Heracles le quiso preguntar al dios Apolo que debía hacer para purificarse tras varios desastres que había causado durante su vida queriendo demostrar su fuerza.  Apolo le contestó que durante doce años debería permanecer al servicio de su hermano Euristeo, rey de Micenas.

Este era tan débil y cobarde que, temiendo verse destronado por el héroe más fuerte de Grecia, le impuso la obligación de realizar doce hazañas o trabajos, esperando que muriera en alguno de ellos.

Para realizar sus doce hazañas, conocidas como "Los trabajos de Heracles", éste necesitó ocho años y un mes.  Así quedaba libre del yugo de la esclavitud, y podía considerarse purificado de sus anteriores faltas, según le había dicho Apolo.

Desde entonces se dedicó a recorrer el mundo, combatiendo siempre contra la injusticia y la maldad.  Castigaba a los malvados y ayudaba a los pueblos oprimidos.

Día tras día prestó ayuda al rey Euristeo, quien le prometió, como premio, concederle por esposa a su propia hija Jole; pero luego se la negó y encolerizado el héroe mató a su hermano en un exceso de furor.

Otra vez culpable, volvió a preguntarle al dios Apolo cómo podría perdonarle, y el dios le impuso como castigo un año más de esclavitud.

Mercurio se encargó de venderlo, lo embarcó para Asia y lo cedió a Onfalia, reina de Lidia, quien se sirvió de él para librar de los ladrones al país.  Una vez conseguido, la caprichosa reina, dándose cuenta de que Heracles era un inocentón, le prometió ser su esposa con el fin de conseguir que la obedeciera ciegamente.

Onfalia era muy bella, y Heracles le prometió todo cuanto ella quiso.  Desde entonces, la reina comenzó a tratarlo como a un pelele.  El héroe no sabía negarse a sus caprichos y ella se aprovechó al máximo.  Cuando por fin se dio cuenta de que la reina se estaba burlando de él, huyó.

Desde Lidia, Heracles se dirigió a Etolia, donde reinaba Eneo, padre de una jovencita intrépida, Deyanira.  Admirado y enamorado de ella, Heracles la pidió por esposa, pero a su mano aspiraba también Arquelao.  Heracles desafió a este pretendiente y lo venció con gran facilidad.

Una vez casados, partieron a una remota región.  Durante el viaje llegaron a orillas del río Eveno, donde Neso, un centauro (mitad hombre, mitad caballo) a falta de puente, se dedicaba a pasar a los viajeros de orilla a orilla.  El centauro montó a Deyanira sobre su lomo para cruzar el río, pero apenas se alejó de la orilla, la estrechó entre sus brazos y marchó al galope, queriendo raptarla.

Heracles se dio cuenta enseguida de su malvada intención, y le disparó una de sus flechas envenenadas.  Neso, cayó mortalmente herido, pero antes de morir le dijo a Deyanira con dulzura:

-Escúchame, yo no quería hacerte ningún mal, sino sólo alejarte de un esposo indigno de tí.  Antes de morir quiero hacerte un regalo: moja mi túnica en la sangre que sale de la herida, y si algún día tu esposo enamorado de otra mujer, se aleja de ti, pídele que se la ponga y volverá a tu lado, porque mi sangre será un filtro de amor.  ¡Adiós bella princesa!

Rápidamente, mientras Heracles cruzaba la impetuosa corriente, su esposa siguió las instrucciones del centauro y guardó la empapada túnica.

Pasaron los años.  El héroe seguía realizando increíbles hazañas de valor; pero su mujer estaba celosa y se mortificaba con toda clase de sospechas.  Un día se acordó del regalo de Neso y fue a buscar la túnica en el cofre donde la había guardado.

Convencida de que así recobraría el amor de su esposo, le dijo:

-Ponte esta preciosa túnica.  Es un regalo de te hago.

Heracles se apresuró a complacerla.  Por desgracia, Naso había mentido y su sangre no era un filtro de amor, sino de muerte, ya que el veneno de las flechas de Heracles había pasado a ella.

Apenas se puso la fatal túnica, ésta se ciñó con fuerza al cuerpo del héroe, impregnándolo del mortal veneno.

Gritando de dolor, Heracles se sintió desfallecer y se desesperó.  Entonces se dirigió al monte Eta, arrancó pinos y encinos y los apiló para formar su propia hoguera.  Subió sobre el fuego sin ayuda de nadie y con gran sufrimiento.

-¡No me toquen! -dijo a los amigos que le habían acompañado- También ustedes morirán envenenados.  Enciendan la hoguera.  Dentro de unos instantes habré muerto.  

Heracles, purificado y divinizado por el fuego, se dirigió al Olimpo, desapareciendo de los ojos de los mortales para pasar a gozar de la gloria divina que Zeus le había preparado.