Las sirenas eran ocho hermanas, hijas de Calíope -la llamada reina de las musas por los poetas- y del río Aqueloo. Éstas ocho doncellas habían heredado de su madre la hermosura, la delicadeza y el atractivo, y de su padre el embriagador murmullo y su canto armonioso. Habitaban en una islita, en las cercanías de Sicilia, convertida desde entonces en morada exclusiva de las sirenas. Sus alas les proporcionaban una ligereza singular, y cuando divisaban una nave en las cercanías de la isla, entonaban sus melodiosos cantos y se lanzaban al mar. Los marineros, cesaban de remar, para oírlas ejor y luego, sintiéndose enormemente atraídos por aquellas desconocidas ninfas, enderezaban su timón hacia el punto donde les parecía que surgía el canto. Las maliciosas sirenas salían al encuentro de los navegantes y éstos se lanzaban al agua en su busca, no volviendo jamás.
Los marineros sabían que si lograban mantenerse en su embarcación sin arrojarse al mar, al pasar junto a las sirenas estas doncellas dejarían de existir. así estaba escrito; pero ningún hombre de cuantos surcaron aquel mar había dispuesto de la suficiente voluntad para no entregarse en brazos de las sirenas.
Ulíses se preparó con su tripulación para salir con vida del peligroso paso y poner fin a aquellas desdichadas que provocaban la muerte de tantos marineros. Obligó a sus acompañantes a que se taponases los oídos con cera, y él fue amarrado fuertemente al palo mayor del navío. De esta manera, sus compañeros no oirían el canto de las doncellas, ni, por lo tanto, se sentirían atraídos por las mismas, y él, aunque las oyese, no podría arrojarse al mar. Al acercarse por aquel paraje, Ulises fue, naturalmente, el único que las oía; lanzaba gritos terribles y suplicantes para que le dejasen caer en el mar; pero nadie le escuchaba. El gran palo del barco se movía de los esfuerzos que Ulises hizo por separarse de él, sin conseguirlo.
Salieron victoriosos de aquel difícil trance, y las sirenas que rodearon su nave dejaron de inquietar la travesía de nuevos pasajeros. Una de ellas, Parténope, fue llevada por el mar a una playa de Italia. Su cadáver fue recogido por unos marineros, que lo llevaron sobre sus hombros con el mayor esmero y le dieron sepultura en aquella tierra a donde el mar la había arrastrado. De todos los puntos de Italia acudieron a visitar a aquella novia tan deseada, pero tan temida, de todos los navegantes, y poco a poco se fueron haciendo casas a su alrededor, hasta que aquello se convirtió en una gran ciudad. Se la llamó Parténope, en recuerdo de aquella sirena que había fundado la ciudad después de muerta. Más tarde tomó el nombre de Nápoles.
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