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Había una vez un rey que sentía una extraña aversión hacia las mujeres, por lo que se negaba a casarse, a pesar de reconocer la conveniencia de elegir una esposa para asegurarse un heredero.
El monarca afirmaba que por desgracia, no existía una mujer lo suficientemente abnegada, inteligente y bella como él deseaba, y que no aceptaría a una joven a quien le faltaran éstas cualidades.
Un día salió el rey de caza y tanto empeño puso en la persecución de un ciervo herido, que se desvió del camino y se alejó de sus acompañantes. Apenas hubo avanzado unos pasos en el bosque, cuando vio sentada junto a un árbol a la más bella criatura que pudo imaginar. Era ella una simple pastorcilla, pero sus suaves modales, la mirada tan dulce hicieron al rey olvidar su antipatía por las mujeres y se enamoró locamente de ella.
Imagen de Pete Linforth en Pixabay
En los días siguientes visitó a la pastora, que se llamaba Grisélida y vivía con su padre en una humilde cabaña. Tantas virtudes descubrió el soberano en la linda zagala, que decidió casarse con ella.
Poco tiempo después se celebró la boda y el pueblo entero quedó prendado por el dulce encanto de la joven Grisélida.
Al año, los felices esposos tuvieron una niña tan linda como su madre que hizo muy dichoso al rey.
Como no hay dicha completa, sin ningún motivo, se despertó en el rey su antigua aversión por las mujeres y le dio por pensar que todo lo que hacía y decía Grisélida era falso. Pero como la conducta de la reina era intachable, se dijo: ´
-La someteré a las más duras pruebas y así comprobaré si su virtud es firme o fingida.
Alentado por este insensato deseo, separó a Grisélida de su hijita y le ordenó que devolviese todas las joyas que le había entregado.
Con el corazón destrozado, Grisélida se sometió humildemente a tan crueles órdenes y no dejó por ello de tratar con cariño a su marido.
Aunque el rey comprendió que la humildad y la modestia se hallaban muy arraigadas en el alma de su esposa, decidió someterla a una segunda y más dura prueba.
Dijo a su esposa que, al pueblo le ofendía tener como reina a una antigua pastora, desconocedora de la etiqueta de la corte, lo que le obligaba a repudiarla y contraer nuevo matrimonio con una princesa.
Grisélida tuvo que abandonar el palacio y regresar a su humilde cabaña. Sin hacerle ningún reproche, obedeció las órdenes de su esposo y retornó a la pobre cabaña del bosque. La santa y humilde mujer sufría lo indecible, pero no por haber perdido el lujo del palacio real, sino por verse separada de su esposo y de su hija.
De esta manera Grisélida retornó a los rudos trabajos de sus primeros años. Pero unas semanas más tarde, terminaría tan dura prueba para la joven. Un día que3 se encontraba tejiendo, sentada debajo de un árbol, se presentó ante ella el rey con su comitiva y, cogiéndola tiernamente de la mano, exclamó:
-Nobles caballeros, tenéis por soberana a la mujer, más virtuosa y quero que siempre la honréis como se merece. Y tú, mi buena Grisélida, esposa mía, perdóname por someterte a tan duro examen para probar tu virtud; te prometo que de ahora en adelante serás la reina más respetada y la mujer más amada.
Así fue, en efecto, por lo que la abnegada soberana recuperó a su preciosa hijita y gozó del amor, el respeto y la admiración de su esposo
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