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LOS CUERNOS DE LA ABUNDANCIA #cuentosinfantiles #cuentospopulares #africa




Érase una vez, en la sabana africana, un gran poblado bastante próspero: los toros y las vacas abundaban por el lugar.  Y todo el día, mientras las mujeres se afanaban en el cuidado de sus chozas y en el trabajo de los campos, las niñas y los niños, bien alimentados, jugaban alegremente por los alrededores.

Pero había un niño que no era feliz, que no jugaba nunca y que no comía lo suficiente.

Todo el mundo lo sabía, pero nadie quería ocuparse de aquel niño, ni compartir nada con él.

-Ya tenemos demasiadas preocupaciones con los nuestros, ¡ya es bastante! -argumentaban las mujeres.

-¡Que mueva la cabeza y las piernas! -comentaban los hombres.

-¡Es demasiado triste para jugar! -decían los niños.

Sólo los animales del entorno lo miraban con sus grandes ojos tiernos.  Pero ¿de qué servía?




El niño había perdido a su madre hacía un año.  En cuanto a su padre, se iba días enteros a cazar y dejaba desatendido al niño.

Para conseguir alimento, el pequeño intentaba ser de utilidad en el pueblo: recogía un poco de madera para uno, llevaba una carga para el otro, hacía de mensajero...  ¡Pero todo lo que conseguía era que le regañaran!

No podía seguir así.  Una tarde, el niño se hartó:

-Voy a alejarme de esta gente sin corazón.  Probaré suerte en otra parte ¡y no volveré nunca más a este pueblo!

Al caer la noche, se deslizó silenciosamente hacia el recinto donde se encontraban los animales.  Allí estaba el toro de su padre, con su dulce mirada.  El niño se montó sobre el lomo del enorme animal, y los dos se alejaron por la inmensa sabana...

Al amanecer, se detuvieron para descansar un poco.  Pero acababan de cerrar los ojos, cuando se oyó un gran ruido; una manada se acercaba, levantando una nube de polvo.




Entonces el buen toro tomó la palabra:

-¿Ves esa horda?  El toro que la conduce va a atacarme.  No temas nada, venceré.

En efecto, un instante después, el jefe de la horda, con sus terribles cuernos, arremetió contra él.

El muchacho, aterrorizado, se escondió para asistir al combate.  Pero como estaba previsto, su toro pronto derrotó al toro desconocido, que huyó con su manada.

El niño y su compañero se pusieron en marcha, y, durante todo el día, caminaron a través del llano...

Por la noche, otro toro furioso se colocó delante de ellos, excavando el suelo con sus pezuñas.

-Bájate y ponte en un lugar seguro -le dijo el toro al niño-.  Tengo que combatir de nuevo, pero esta vez estoy demasiado cansado para vencer.  No temas nada, cuando esté muerto, coge mis cuernos y llévalos a todas partes contigo.  Frótalos cada vez que necesites algo, y ya nunca te faltará de nada.

El niño se sintió desesperado ante la idea de que su  compañero iba a morir, pero no podía hacer nada.




Mientras se ponía a salvo, los dos animales se lanzaron el uno contra el otro y combatieron violentamente, levantando nubes de polvo.  Muy pronto, el toro del niño se desplomó, exhalando su último suspiro.

Ahora el niño estaba totalmente solo.  Con el corazón oprimido, cogió los dos bellos cuernos de su amigo y luego se alejó por la sabana, decidido a no volver atrás.

Al anochecer, llegó a una choza y pidió cobijo para pasar la noche.

-¡Bienvenido seas, amigo mío! -dijo el hombre amablemente-.  Pero en cuanto a comida, no cuentes con ello pues no tengo otra cosa que llevarme a la boca que las hierbas de la sabana.

-Como has compartido tu techo conmigo -respondió el niño- ¡compartiremos también mi comida!

Y con estas palabras, frotó los cuernos pidiendo de comer y de beber.  Inmediatamente apareció un buen plato de arroz condimentado y humeante, acompañado de frutas y leche.




El niño y su huésped se hartaron de comer y luego se acostaron con el estómago lleno.

Pero el hombre no podía dormir.  Su cabeza daba vueltas y más vueltas pensando en los cuernos mágicos, y las ganas de robárselos al niño enturbiaban su sueño.  Al final se levantó muy despacio, cogió los famosos cuernos, los escondió en un rincón y los sustituyó por un par de cuernos ordinarios.  Después volvió a acostarse.

Por la mañana, el niño le agradeció al hombre su hospitalidad y volvió a ponerse en camino, con los cuernos al hombro.  Una vez más, caminó durante horas y horas.  Cuando tuvo hambre, se detuvo un momento para frotar los cuernos, y pedirles de comer:

-¡Amigo toro, dame un buen puchero!

Pero no ocurrió nada.  Por mucho que frotó y frotó ¡no consiguió alimento!  Entonces comprendió que le habían engañado y volvió tristemente sobre sus pasos...

Cuando llegó cerca de la choza, el niño oyó cómo el hombre frotaba los cuernos furiosamente:

-Venga ¿qué pasa?  ¡Quiero un festín!  ¡Quiero oro!  ¡Quiero ropas elegantes!  ¡Malditos cuernos, no valen para nada!  ¡Ese muchacho debe de ser un brujo!

La verdad era que los cuernos sólo obedecerían al niño, y cuando éste entró, el hombre creyó morir de terror y huyó a todo correr por la sabana.




El niño frotó los cuernos y se dio un buen banquete.  Y como la choza había quedado libre, decidió dormir allí.  Por la mañana, después de haber descansado plácidamente, cogió sus preciados cuernos y se volvió a poner en camino.

Pasó otro día andando sin parar bajo el sol.  Y de nuevo, por la noche, se presentó delante de una choza:

-¿Me puedes dar cobijo esta noche? -le pregunto al propietario.

-¡Sigue tu viaje! -respondió el hombre de mal genio-.  ¡No quiero piojosos en mi casa!

Muerto de cansancio, el niño continuó caminando hasta que se topó con un pequeño río, no lejos de un pueblo.  Después de lavarse bien, se sentó y frotó los cuernos:

-Amigo toro, ya veo que por todas partes los hombres detestan la miseria.  Proporcióname unos trajes y adornos para parecer un príncipe.

Inmediatamente, aparecieron ante él unos trajes del tejido más bello y joyas de oro.  Se vistió y se puso en ruta.

Cuando llegó al pueblo, el alcalde en persona lo recibió:



-¡Noble príncipe, bienvenido entre nosotros! -dijo inclinándose.

Celebraron una fiesta en su honor.  Le lavaron los pies, le dieron la choza más bonita, las mujeres se ofrecieron para servirle, los hombres se disputaron el honor de hablar con él, los niños lo miraron con admiración, y poco después, le ofrecieron en matrimonio a la encantadora hija del alcalde.

El pobre huérfano acabó su vida feliz y próspero.

Los preciados cuernos siempre estuvieron cerca de él, le procuraban abundancia, pero, sobre todo, eran el recuerdo de su único amigo de verdad.




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