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EL PRÍNCIPE SOL #cuentosinfantiles #cuentospopulares #alemania




Érase una vez, en el corazón de una alta cadena de montañas, un valle que era tan profundo, que el sol no penetraba en él.  En medio de este valle se encontraba un pueblo y, en el centro de este pueblo, una casa de campo en la que vivían un campesino, su hija y sus tres hijos.  Los muchachos ayudaban al padre con las faenas del campo, pero la joven tenía que ocuparse al mismo tiempo de la casa, los pollos y los corderos, la cocina, la limpieza, la costura y el planchado...

Un día, el campesino le encontró un novio a su hija.  Era fuerte, rico y musculoso.  Pero su hija se negó a casarse con él.

-¿Qué es lo que quieres?  ¿Un príncipe encantado? -le preguntó su padre, descontento.

-A quien espero es al príncipe Sol... -respondió su hija sonriendo.

El Sol la oyó.  La joven era tan bonita, que pensó: "Tengo que relucir como no he relucido nunca".




E intentó brillar como no lo había hecho antes.  Brilló tan fuerte, que sus rayos lograron penetrar en lo más profundo del valle, hasta la casita de campo.  Al caer en cascada por las laderas, hizo fundir la nieve y florecer las plantas.  Un tornado de luz entró por la chimenea de la casa.  Zigzagueó sobre el suelo con reflejos rojos y dorados...  Luego, se transformó en príncipe y tomó a la joven de la mano para comenzar una danza sin fin.

Bailaron..., dieron vueltas... ¡y llegó la noche!

Luego, de repente, al amanecer... ¡todo acabó!

El cielo se había vuelto gris, plomizo y sin color.  El príncipe Sol se había marchado, ¡y la joven con él!  Desaparecieron como si nunca hubieran existido.

El padre se entristeció mucho:

-¡Ay!  ¡El Sol me ha robado a mi única hija adorada!  ¿Ahora quién nos preparará la comida, hará nuestras camas y barrerá?

Luego añadió:

-¡Menos mal que me quedan tres hijos!  ¡Estoy seguro de que me ayudarán con la casa!




En ese mismo instante, el hijo mayor cogió un caballo del establo y se fue derechito hacia el oeste, donde se pone el Sol.

Después de atravesar montañas y valles, llegó al pie de un castillo y se puso a gritar muy fuerte y muy alto:

-¡Príncipe Sol!  Ya sé que estás en la cama...  ¡Déjate ver, aunque estés en pijama!

Molestado en su sueño, el Sol abrió los postigos.  Cerca de él, su amada reconoció a su hermano mayor y le envió un beso.  Pero su hermano no se dejó impresionar.  Prefirió seguir gritando:

-¡Sol,  como eres un gran señor, muéstranos que tienes buen corazón!  Devuélvenos a nuestra hermanita por unos días para que le demostremos nuestro amor, mimándola en nuestra casa como no la hemos mimado nunca.

El príncipe Sol contestó muy educadamente:

-De acuerdo, pero antes tendrás que probar que sabes ocuparte de ella.  En vuestra casa guardáis los corderos bastante lejos y siempre protestáis cuando, por desgracia, se extravía alguno. Veamos de lo que eres capaz.  Saca a mis animales del establo y llévalos a pastar.  Y... ¡pobre de ti si se te escapa alguno!




El joven hizo lo que le decía.  Una vez en el prado, hacia el mediodía, sintió hambre y abandonó un momento los corderos para ir a coger una setas.  A la vuelta, hizo una hoguera para asarlas.  Pero después de saciarse, cuando se puso a contar otra vez los animales que estaban en el prado, se dio cuenta, con espanto, de que le faltaban tres.  Por mucho que los buscó por todas partes, no los encontró.  Entonces, volvió muy avergonzado al castillo.  Después de escucharle, el príncipe Sol exclamó:

-¿Cómo podría confiarle mi amada a un muchacho tan distraído?

Y el hermano mayor tuvo que regresar a su casa.

Pero en su hogar se había instalado el desorden.  La pila de platos sucios aumentaba de día en día...

-Mi hijita...  Mi amor...  ¿Qué día podré volver a verla? -gemía el padre, afligido

Entonces el hermano mediano cogió su mulo y se dirigió a su vez hacia el castillo del Sol.  Cuando llegó allí, todo dormía.  Y comenzó a gritar:

-¡Príncipe Sol, ya sé que estás en la cama...!  ¡Déjate ver, aunque estés en pijama!

El Sol abrió sus postigos.  Cerca de él, su amada reconoció a su hermano mediano y le envió un beso.  Pero su hermano no se dejó impresionar y, levantando la voz, dijo:

-¡Sol, si eres un gran señor, muéstranos que tienes buen corazón!  Devuélvenos a nuestra hermana por unos días para que le demostremos nuestro amor, mimándola en nuestra casa como no la hemos mimado nuinca.

Pero el Sol no había cambiado de opinión y le pidió también a él que le guardara el rebaño mientras pastaba, más arriba...




El joven aceptó.  El tiempo pasó...  Y los corderos lo condujeron cerca de un torrente crecido y ruidoso.  Un cordero se cayó al agua, pero la corriente era tan fuerte, que el muchacho pensó: "Un cordero más o menos...  ¡El Sol no se dará cuenta!".  Pero por la noche, cuando se presentó en el castillo, el príncipe volvió a contar su rebaño y reclamó el cordero que le faltaba.  El joven le explicó que se había caído al río y que no había podido recuperarlo a pesar de su buena voluntad.

-¿Cómo podría confiarte a mi amada si eres capaz de dejarla que se ahogue? -se enfandó el soberano.

Y al día siguiente, el hermano mediano volvió a su casa.

La ropa estaba por encima de la cama, el fregadero estaba lleno de vajilla y la basura se salí de los cubos...




Entonces, el más pequeño de los hermanos decidió probar suerte a su vez.   Caminó hasta el amanecer y le gritó al señor de aquel lugar con voz enfurecida:

-¡Príncipe Sol, si estás en la cama, déjate ver...!  ¡Aunque estés en pijama!

El Sol abrió sus postigos.  Cerca de él estaba su amada, radiante de alegría y salud.  El joven levantó todavía más la voz:

-¡Sol, si eres un gran señor, muéstranos que tienes buen corazón!  Devuélvenos a nuestra hermana por unos días para que le demostremos nuestro amor, mimándola en nuestra casa como no la hemos mimado nunca.

El Sol prometió aceptar, a condición de que llevara sus corderos al prado.  Y el más joven de los hermanos partió sin hacerse de rogar.  Al cabo de un momento, llegó a la orilla de un torrente.  Una vez allí, ¡todos los corderos pegaron un salto y se cayeron al agua!  El muchacho, asustado, decidió meterse en el agua para recuperarlos.




Logró agarrarse a los cuernos de un robusto carnero que lo arrastró hasta la otra orilla.  Entonces el joven pastor vio un gran caserón de piedra, cubierto de hiedra, y entró en él con los animales, que se transformaron de repente en jinetes y señores.

-¡Ven a ocuparte de nosotros, sirviente! -le dijeron al joven.

Y el muchacho tuvo que prepararles el menú, poner la mesa, llevarles de beber a toda prisa, retirar los platos, lavar, recoger y barrer.  Cuando acabó la comida, los ricos y brillantes jínetes se volvieron a transformar en corderos y quisieron regresar a su casa.  El muchacho tuvo que atravesar otra vez el torrente.  Llegó tan empapado, asustado y agotado, que apenas oyó exclamar al Sol:

-¡Veo que te has portado bien!  Te confío a mi amada, a condición de que tu padre, tus dos hermanos y týu prometáis ocuparos de ella, como has hecho con esos jinetes.

Aquella noche, el joven se desplomó a los pies del soberano, pero a la mañana siguiente, volvió al camino del valle llevando en hombros a su hermana como no la había llevado nunca.





Al llegar a la casa, la joven la encontró ordenada, limpia y brillante como no lo había estado nunca.  Su padre y sus dos hermanos mayores habían tenido tiempo para pensar en todo lo que les había ocurrido.  Cuando el muchacho más joven llegó con la hermana a su casa, estallaron las risas y empezaron las canciones, las cantinelas y los mimos hasta el día siguiente.  El Sol no se olvidó de brillar para celebrar aquel hermoso día.  y permitió que, cada año, la familia pudiera volver a verse.




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