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LA ISLA MÁGICA #cuentosinfantiles #cuentospopulares #noruega #lecturajuvenil






Érase una vez un pescador, Christian, que era muy pobre.  Vivía con su esposa y sus hijos en una casita a orillas del mar.  Todos trabajaban duro para cubrir sus necesidades.  Pero estaban muy unidos y su existencia transcurría tranquilamente.

Sin embargo, habría sido más pacífica si no hubiera existido su rico vecino Roald.  La parcela de Roald no tenía salida directa al mar, mientras que la de Christian sí.  Roald, envidioso, le decía:

-Verás, pronto te alegrarás de venderme tu terreno.  ¿Has visto el estado de tu tejado?  Está medio derruido y ni siquiera tienes con qué repararlo.  La casa se te va a caer encima y sólo yo podré comprártela.  Entonces te alegrarás de verdad.  Y tu barco, ¿lo has mirado?  Hace agua por todas partes.  Sigue mi consejo: vende tu casa y vete a la montaña.  Podrás cazar renos, y saldrás ganando.

Siempre que podía, Roald repetía este discurso para que Christian, harto, acabara por marcharse.  Pero a Christian le gustaba la pesca.  Su padre y su abuelo habían sido pescadores antes que él, siempre había vivido en aquel pueblo y estaba firmemente decidido a quedarse allí.  Así que, cuando Roald le hablaba, se encogía de hombros.



Un día, una tormenta sorprendió a Christian mientras pescaba mar adentro.  La barca se tambaleó en todas direcciones, grandes olas la azotaron, y un golpe de viento desgarró su vela.  Entonces, para no hundirse, arrojó al mar todos los peces que había cogido.  Pero no era bastante.  La barca hacía agua de forma cada vez más inquietante, hasta el punto de que creyó que había llegado su última hora.  Así que dejó de achicar y de forcejear, se echó en el fondo de la barca y esperó.  Acababa de cerrar los ojos cuando oyó el grito de un pájaro.  Al levantarse, vio, flotando sobre las olas, un viga de madera sobre la que habían encontrado refugio tres pájaros negros.





"Esto es buena señal -se dijo Christian-.  Quiere decir que la tierra no está lejos.  Quizá encalle..."

Como la tempestad seguía haciendo estragos y Christian no tenía ya fuerzas para luchar contra los elementos desencadenados,  se acurrucó en el fondo de la barca y aguardó el fin de la tormenta.

Su espera no duró mucho.  En efecto, poco después, su barca tocó tierra.  Ante el asombrado Chirstian se extendía un campo de trigo dorado.  Un poco más lejos vio un vergel y una viña con hermosos racimos de uva negra.  Cerca del campo se encontraba una gran casa de piedra, de la que salió un anciano con una larga barba blanca.

-Te saludo Christian.  Bienvenido a Udröst, la isla de la abundancia.

Christian no lograba recuperarse.  Así que la legendaria isla de la que hablaban todos los marineros, de la que se comentaba que se aparecía durante las tempestades para recoger a los naúfrados, esa isla ¿existía de verdad?

Entonces Christian se apresuró a contestar al anciano:

-Gracias por su hospitalidad.  Pero ¿cómo sabe mi nombre?

-Sé el nombre de todos lo pescadores y marineros que se acercaban a la isla de Udröst.  Debes de tener hambre y estarás cansado.  Además estás empapado.  Entra, ven a calentarte.

-Con mucho gusto -respondió Christian.




Y siguió al anciano al interior de la casa.  Se encontró en una gran sala, en el centro de la cual había una mesa llena de suculento manjares: había patés y jamón, pollos, piernas de cordero, legumbres salteadas, legumbres en ensalada, frutas, quesos, tartas y galletas....  Christian no podía creer lo que veían sus ojos.

-Siéntate, Cristian, y sírvete.

No se lo hizo repetir dos veces. El anciano se sentó a su lado:

-Estoy esperando a mis hijos, que no deberían tardar.  Pero seguro que te los has encontrado en el mar.

-¿En el mar?  No, no he visto a nadie.  Aparte de tres pájaros encaramos en una viga...

-Eran mis hijos, claro -dijo el anciano-.  Son ellos los que te han indicado el camino a la isla.  Ah, mira, ya oigo sus pasos.  Deben de ser ellos.

Eran ellos, en efecto.  Llegaron tres grandes jóvenes, vigorosos y atléticos, que fueron a saludar a su padre antes de sentarse a la mesa.

Todos comieron con mucho apetito, especialmente Christian, que no estaba acostumbrado a tanta abundancia.




Pero, para sorpresa del pescador, por mucho que los cinco se servían y se volvían a servir, las bandejas permanecían llenas.  Era imposible vaciarlas.  Ante el asombro de Christian, el anciano explicó con una sonrisa:

-Te olvidas de que estás en la isla de la abundancia...

Pronto reinó entre ellos un ambiente muy cálido.  Los tres hermanos estaban encantados de ver que su invitado hacía los honores a la cena de su padre.

-Da gusto verte comer con tanto apetito -dijo uno de los hermanos.

-Sí, pareces un buen pescador y un hombre de confianza -añadió el segundo.

-Veremos mañana -apuntó el tercero.

Al día siguiente, los tres hermanos se fueron a pescar e invitaron a Christian, que aceptó a pesar de que amenazaba tormenta.  De hecho, poco después de su salida, empezó a llover fuertemente.




Se levantó el viento y los hermanos izaron la vela mayor.  Las olas alzaban la embarcación, pero eso divertía a los hermanos, que se pusieron a cantar.  Christian, que al princípio estaba asustado, después olvidó su miedo.  Y mientras los tres hermanos arrojaban sus redes y recogían gran cantidad de peces, vaciaba con un cubo el agua que se acumulaba en el fondo del barco.

Cuando todos los toneles estuvieron llenos, el mar se calmó, cesó la lluvia y el viento amainó.  Entonces cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia la isla de Udröst.  El anciano los esperaba delante de su casa y le preguntó a Christan alegremente:

-¿Y bien?  ¿Cómo ha ido la pesca?

-Ha habido una tormenta.  Sus hijos han tenido una jornada muy provechosa, pero yo no he pescado  nada de nada.

-Un buen pescador siempre se entristece por eso -dijo uno de los hermanos-.  No te preocupes, regresaremos mañana.  Seguro que coges algo.




La mañana siguiente, antes de que embarcaran, el anciano le dio a Christian tres anzuelos.  Igual que el día anterior, una vez que estuvieron en el mar, se desencadenó una tempestad.  Esta vez, Christian lanzó la caña al mismo tiempo que los hermanos y cantó con ellos. Pescó tantos peces o más que los tres hermanos juntos, que le felicitaron, y Christian se quedó muy satisfecho.

Por la noche, le contó todo al anciano, pero de repente se puso muy triste:

-¡Qué pena que mi mujer y mis hijos no puedan disfrutar de esto!  Me asusta pensar que no tengan nada que comer.

Entonces el anciano le dijo:

-Eres valiente y generoso.  Mis hijos me han dicho que no has tenido miedo y que sabes pescar bien.  además no has olvidado a los tuyos.  Esto le sucede a menudo a los que llegan a la isla.  Todo es tan fácil...  Tú, por el contrario, has pensado inmediatamente en tu familia.  De verdad, es muy raro.  Así que te voy a recompensar.  En esta isla nadie debe estar triste o tener preocupaciones.  Por tanto, si lo deseas, prepararé tu viaje de regreso.

-¡Oh, sí!  Aquí estoy muy cómodo, pero me gustaría volver con mi familia.

-Te entiendo.  Si quieres, puedes partir mañana.  Pero con una condición, tienes que prometerme que no te llevarás ninguno de los peces que has  pescado.

Christian se quedó un poco sorprendido y contrariado.

-¿Y qué haré?  ¿No voy a tirarlos, no?




-Puedes dárselos a alguien, o venderlos...  Pero te lo repito, no debes llevarte ningún pez a tu casa.  Hay una buena razón que no te puedo explicar.

Entonces Christian se lo prometió.

al día siguiente, en la orilla, Christian, a punto de partir, vio una barca totalmente nueva.

-Es para tí -dijo el anciano-.  En recompensa por la ayuda que le prestaste a mis hijos achicando el agua del barco que, de lo contrario, se habría hundido.  Ahora ¡vete!  Mis hijos te guiarán.  No olvides tu promesa, y debes saber que no volverás a tu casa con las manos vacías.

Christian dio las gracias al anciano y se hizo a la mar en su barca, cargada de galletas, jamones y peces de los que tenía que desprenderse antes de llegar a su casa.  En el cielo, los tres cuervos le indicaban el camino.

La travesía fue tranquila.  A primeras horas de la tarde, divisó la orilla que tan bien conocía.  Los tres pájaros le lanzaron unos gritos a modo de adiós, después desaparecieron en el cielo.  Entonces Christian se dirigió al puerto, donde sabía que se encontraba el mercado,

-Así, cuando llegue a mi casa, no que quedará ya pescado y habré mantenido mi promesa.

Como sus peces eran muy grandes, los vendió rápidamente.  Pero las cestas no menguaban, al contrario. ¡cuantos más peces vendía, más había!  ¡No podía entenderlo!  Luego se acordó: ¡eran los peces de la isla de la abundancia, la isla mágica de Udröst!  Y recordó todas las bandejas del comedor que no se agotaban.




Sus cestas permanecían llenas, pero como Christian ya había ganado mucho dinero, bastante para vivir durante algún tiempo sin problemas, decidió regalar el resto y volver a su casa.  Entonces repartió su pesca entre las pobres gentes que la necesitaban y no tenían qué comer.  Aquella vez las cestas se vaciaron.  Y en el fondo de una de ellas encontró un minúsculo objeto: ¡era un pececito de oro!  Christian no podía creer lo que veían sus ojos.  Entonces, olvidando su promesa, se lo metió en el bolsillo para regalárselo a su  mujer.

Después embarcó y, rodeando las costas, se dirigió a su casa.  Llevaba los jamones, y las galletas que le había dado el anciano, una bolsa llena de monedas de oro, y una joya pra su esposa.  De repente, estalló una violenta tormenta.  El viento soplaba, las olas bramaban y la barca daba tumbos peligrosamente.  La costa desapareció y Christian sintió que su barco era arrastrado mar adentro.

Cuando la tempestad empeoró, Christian se acordó de la promesa que le había hecho al anciano y de que no la había mantenido del todo.  Entonces lanzó inmediatamente el pececito al mar.  Como si de un milagro se tratara, los elementos se calmaron, el sol se puso a brillar y, en el cielo, Christian divisó los tres cuervos negros.  Entonces supo que había obrado correctamente.  Empezó a cantar y se dirigió a la costa.

Navegó durante un tiempo antes de ver su choza y su pequeño embarcadero.

Para su esposa y sus hijos, su regreso fue una auténtica fiesta.  De hecho, como hacía una semana que no tenían noticias de él, creían que había desaparecido, como tantos pescadores antes que él.  Así que no podían creer que hubiera vuelto.  Por fín, pasadas las primeras emociones, vieron su nuevo barco y Christian les contó su aventura.  Todos le escucharon con la boca abierta.




Christian vivió muy feliz durante muchos años.  La bolsa llena de monedas de oro que había conseguido por la venta de sus peces era mágica: no se consumía jamás.  Ya nunca le faltó dinero.  Pudo reconstruir su choza, y acondicionar un embarcadero más grande para que su vecino Roald fuera a anclar allí su barco.  Éste, conmovido por la amabilidad de Christian, se olvidó de sus pasadas quejas, y se hizo amigo suyo.  El anciano de la isla de Udröst cuidó de Christian durante toda su vida, protegiendo su barco cuando estallaba una tempestad.


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