LOS TONGANOS DE LAS ISLAS FIDJI #leyenda #lecturajuvenil #fidji
Érase una vez un pescador de las islas Samoa, llamado Lekabai, que en el transcurso de una violenta tempestad se había alejado mucho de la orilla. El viento soplaba sin tregua y las olas eran cada vez más altas. La espuma cegaba a Lekabai y su barco hacia agua. El desdichado pescador terminó por darse cuenta de que su barca zozobraba en el mar. Se hundió muy rápidamente, y Lekabai se encontró sólo, sin amparo, en la inmensidad de las olas. Empezó a nadar y, de repente, descubrió una roca, no lejos de él. Se acercó a ella y vio que se trataba de una pequeña isla.
Llegó a tierra al límite de sus fuerzas y se durmió, agotado, en la playa.
Al despertar, Lekabai comprendió que aunque se había librado de morir ahogado, aún no estaba completamente a salvo. Se encontraba en una gran roca que se elevaba hasta las nubes.
-Quizá si la escalo encuentre un pequeño riachuelo. Quizá haya incluso un pueblo al otro lado, ¿Quién sabe? Subamos.
Continuó escalando. Pronto alcanzó las nubes. Y siguió subiendo. Curiosamente, tenía la impresión de que la montaña se estiraba y nunca podría alcanzar la cima. Ascendió más aún, pero, al final del tercer día, extenuado y hambriento, se desvaneció.
Cuando abrió los ojos, se hallaba sobre la hierba, rodeado de árboles cargados de frutas. Oyó cantar a los pájaros y una brisa tibia le refrescó. Lekabai pudo comer y recuperar las fuerzas, pero se aburría. Estaba completamente solo, echaba de menos a su familia... Entonces se puso a llorar.
Pero la isla en la que Lekabai había encontrado refugio era el territorio del rey del Cielo. Era un lugar encantado en el que nunca habían oído llorar a nadie. Así que el rey en persona acudió a ver a Lekabai:
-¿Qué te sucede? ¿Por qué estás triste? ¿Tienes hambre? ¿Sed?
-No, Majestad -respondió Lekabai, que en seguida supo que estaba hablando con un rey-. Vuestro reino es maravilloso, se está muy bien en él, pero por muy bonito que sea, no puede compararse con Samoa, donde viven mi familia y mis amigos.
El rey del Cielo sonrió a Lekabai y le dijo:
-No llores más. Te prestaré una tortuga sagrada, gracias a la cual podrás volver a tu casa. Vamos, siéntate sobre su lomo y cierra los ojos. Pase lo que pase, mantén los ojos cerrados hasta que la tortuga haya llegado a tu isla. Si los abres durante la travesía, será tu fin.
Lekabai le dio las gracias al rey del Cielo. Se disponía a subir a lomos de la enorme tortuga, cuando el soberano celeste añadió:
-Si quieres hacerme un favor, dale a la tortuga un coco y una estera de hoja de cocotero que me traerá aquí, al reino del Cielo. No tenemos cocos y he oído decir que son deliciosos. Hazme llegar uno y plantaremos cocoteros. Envíame una estera y aprenderemos a tejer las nuestras según vuestro modelo.
Lekabai se lo prometió alegremente. Después, se instaló en el lomo de la enorme tortuga, cerró los ojos y se puso las manos sobre los párpados. Entonces la tortuga se arrastró hasta la cima de la montaña, saltó y se precipitó en el aire como una piedra antes de caer en el mar.
Lekabai sintió miedo, pero mantuvo los ojos cerrados.
La tortuga nadaba bajo el agua a gran velocidad. Cerca de ellos pasaban los tiburones, que rozaban a Lekabai con sus enormes aletas.
-Abre los ojos -le decían-. Estas aguas son peligrosas. No hay que adentrarse en ellas con los ojos cerrados. Harías mejor si miraras a tu alrededor...
Lekabai estaba aterrorizado, pero se acordó de lo que le había dicho el rey del Cielo y mantuvo las manos sobre los ojos.
Luego el joven sintió que la tortuga salía hacia la superficie. En efecto, poco después, emergían al aire libre. Unos delfines saltaron por encima de las olas, no lejos de ellos.
-¡Vaya tontería no ver por donde vas! -se burlaron-. Abre los ojos y mira el paisaje.
Pero Lekabai no se dejó convencer. Con las manos sobre los ojos, apretaba sus piernas alrededor del cuello de la tortuga.
Cuando se acercaron a Samoa, unas gaviotas acudieron a su encuentro:
-Aquí está Lekabai, que vuelve del reino de los muertos -gritaron-. Abre los ojos, Lekabai. Mira por donde vas, o el mar te atrapará.
Lekabai se repetía las palabras del rey del Cielo: "No abras los ojos antes de llegar a tierra firme". Se las decía una y otra vez. Así que no se dejó tentar. Esperó a que la tortuga caminara sobre la arena para abrir los ojos. Miró a su alrededor y vio su casa, a su mujer y a sus hijos. Una gran sonrisa iluminó su rostro: era feliz.
Los habitantes de la isla se extrañaron mucho de ver de nuevo a Lekabai, pues pensaban que se habría ahogado. Entonces, para celebrar su regreso, bailaron, cantaron y rieron durante toda la noche. De repente, poco antes del amanecer, Lekabai se acordó de su promesa al rey del Cielo. ¿No tenía que darle a la tortuga un coco pero la tortuga ya no estaba. Cansada de esperar, había nadado hasta el arrecife para comer unas algas. Entonces Lekabai saltó a una piragua y remó hasta el arrecife esperando encontrarla. Pero, ¡ay!, unos pescadores habían llegado antes que él y habían matado a la tortuga.
-¡Oh, cielos! Desdichados, ¿Qué habéis hecho? -gritó Lekabai-. No era una tortuga como las otras... Había que dejarla en paz... El rey del Cielo no me lo perdonará nunca -se lamentó.
Después, volviéndose hacia los otros, les dijo:
-Seremos castigados por este homicidio.
Los habitantes de la isla se asustaron y decidieron enterrar el cuerpo de la tortuga a mucha profundidad, para que el rey del Cielo no conociera nunca la terrible verdad.
Todos los hombres se reunieron en el lugar. Cavaron durante cinco días y cinco noches. A la mañana del sexto día, metieron la tortuga en el agujero, con un coco y una estera de hojas de cocotero. A continuación, echaron tierra encima e intentaron olvidar tan nefasto incidente.
El rey del Cielo supo lo que había sucedido, pero no se enfadó. No castigó a Lekabai ni a los habitantes de la isla. En lugar de hacerlo, envió un pájaro para que planeara encima de la tumba de la tortuga el día de su entierro. Cuando echaron la última palada de tierra, el pájaro fue a posarse sobre el hombro de un muchacho llamado Lava-Pani y luego emprendió el vuelo.
Eso fue todo.
Pasaron los años. Lekabai envejeció y, un día, murió. Y también sus hijos. Y los hijos de sus hijos. En cambio, sorprendentemente, por Lava-Pani, el muchacho sobre el que se había posado el pájaro, no pasaba el tiempo. Siguió siendo siempre un niño.
Transcurrieron muchos años. Un día, el rey de las islas de Tonga oyó hablar de la leyenda de la tortuga del rey del Cielo que, según decían, estaba enterrada a gran profundidad en una isla de Samoa.
-Me gustaría tener el caparazón de esa tortuga para hacer con él cientos de anzuelos.
Así que mandó a un grupo de jóvenes.
-Id a Samoa y traedme ese caparazón de tortuga.
Los jóvenes navegaron rumbo a Samoa en una gran piragua. Cuando explicaron su misión a los samoanos estos se echaron a reír.
.
-Es verdad que hemos contado esa vieja leyenda, pero sólo es una leyenda. Nadie sabe dónde está enterrada la tortuga, ¡ni siquiera si alguna vez existió!
Entonces los jóvenes regresaron a Tonga y comunicaron a su rey que era imposible descubrir el caparazón de la gran tortuga. Pero el soberano se enfureció.
-Regresad inmediatamente a Samoa -ordenó-. Y no volváis más que con el caparazón de la gran tortuga, ¡o si no os pesará! ¡Si regresáis con las manos vacías, os ahorcaré!
Los jóvenes se pusieron en marcha rápidamente. Una vez en Samoa, se dirigieron a los ancianos.
-Seguramente os acordareis del lugar en el que está enterrada la gran tortuga -les preguntaron ansiosamente.
Pero los ancianos de cabellos blancos movían la cabeza y se reían:
-Realmente no podemos ayudaros. Sólo es una vieja historia, nada más.
Pero entonces se acercó hasta ellos el extraño muchacho, que desde tiempos inmemoriales, siempre había sido joven. Era Lava-Pani, el chico sobre el que se había posado el pájaro enviado por el rey del Cielo.
-Calmaos, habitantes de Tonga -dijo reposadamente-. Os enseñaré el lugar en el que se enterró a la gran tortuga. Yo estaba allí cuando sucedió.
Y empezó a caminar hacia la playa, donde se detuvo:
-Aquí es.
Los tonganos no terminaban de creerse la historia de Lava-Pani. ¿Cómo un muchacho tan joven había podido asistir al entierro de la tortuga? Pero como era la única pista de que disponían, se pusieron a cavar en el lugar indicado. Cavaron durante todo el día sin encontrar nada. Todo el tiempo, los samoanos observaban cómo sacaban la tierra, burlándose de ellos.
-¿De verdad creéis lo que os ha contado ese muchacho? ¡Bah! ¡Nunca encontraréis nada!
Los tonganos trabajaron durante todo el día siguiente, pero seguían sin dar con nada. Entonces se encomendaron a Lava-Pani:
-Nuestras vidas dependen de este caparazón de tortuga. Si no lo descubrimos, nos matarán cuando lleguemos a Tonga. Por tanto, si tenemos que regresar sin ella, te llevaremos con nosotros. Así compartirás nuestra suerte.
Entonces Lava-Pani empezó a reírse. Todos los samoanos se volvieron hacia él, pues nunca antes le habían visto reírse. Lava-Pani declaró:
-Los tonganos han realizado ya dos veces el viaje de ida y vuelta a Tonga ¿y se quejan en cuanto hay que cavar un poco? Escuchadme: continuad profundizando durante tres días y tropezaréis con el caparazón de la tortuga sagrada. Pero si os cansáis, dejad todo y regresad a vuestras casas. ¡Me da igual!
Los tonganos siguieron ahondando como último recurso. La noche del quinto día, hallaron el cuerpo de la tortuga, pero no quedaba rastro del coco ni de la estera. Quizá habían alcanzado el reino del Cielo, ¿Quién sabe?
Satisfechos, los tonganos colocaron el esqueleto de tortuga en su piragua y volvieron a su casa. Por el camino decidieron que después de todos sus esfuerzos se merecían un trozo del caparazón. Así que, cuando llegaron a Tonga, le entregaron al rey sólo doce trozos. El decimotercero se quedó escondido en el piragua. Pero al rey no se le engañaba tan fácilmente:
-¡Falta un pedazo! -dijo el soberano enfurecido-. ¿Dónde está?
Era imposible enfrentarse al rey, tan grande era su cólera. Ninguno de los jóvenes se atrevió a decirle que se había apropiado del trozo del caparazón.
Sin embargo, uno de ellos tomó la palabra:
-Los samoanos se lo han quedado. No han querido dárnoslo.
-En ese caso -gritó el rey-, ¡id a Samoa y traédmelo! Creedme, cuando me enfurezco, soy mucho peor que los samoanos.
Por tercera vez, los infortunados jóvenes subieron a la piragua y se dirigieron hacia alta mar. No querían regresar a Samoa. Además, estaban hartos de soportar a un rey tiránico y caprichoso. Así que se dejaron arrastrar por el viento.
Después de varias semanas de navegación, llegaron a Kadavu, donde gobernaba el rey Rewa.
Éste acogió a los jóvenes y les cedió una isla para que se instalaran. Construyeron casas, se casaron y fueron felices. Así fue cómo se establecieron los primeros emigrantes de las islas Tonga en las islas Fidji.
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