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EL VIAJE DE LOS SALMONES #leyendas #alaska #lectura #juvenil





Hace muchos años, en los torrentes que descienden hacia el océano  Pacífico, desde las montañas costeras de Alaska y Canadá, no vivían peces.  Los pueblos que habitaban aquellos valles cubiertos de abetos rojos y de cedros gigantes tenían que contentarse con cazar alces y ciervos.  Pero muchas veces las trampas quedaban vacías y las gentes se preguntaban por qué razón aquellas aguas carecían de vida.  Pensaron una y otra vez, sin dar con la solución.  Entonces decidieron visitar al brujo que vivía en una cabaña del bosque para ver si el podía hacer algo.

Cuando llegaron junto a él, le ofrecieron los presentes que llevaban: un frasco de miel y un jamón de ciervo.  El brujo les dio las gracias y les escuchó atentamente.  Cuando comprendió de qué se trataba, guardó silencio un buen rato.

-Tengo que ir muy lejos para hallar los peces. Quizás están prisioneros en algún lugar -dijo el brujo rompiendo el silencio.

Los hombres tlingit asintieron y, como sabían de qué modo viajaba el brujo, se prepararon para la ceremonia. 




Hubo que esperar a que los rayos de sol abandonaran la última cima nevada de las montañas lejanas, para encender una gran hoguera y sentarse todos juntos en el suelo.  Poco después empezó un lento rumor de tambores que rápidamente adquirió los más diversos sonidos: a veces intensos, tristes, ligeros o violentos, pero siempre capaces de evocar el mundo de los espíritus.

De repente, el brujo se alzó y se puso una capa de piel blanca sobre la que aparecían extraños dibujos hechos con colores vegetales.  Con el pie izquierdo empezó a batir el tiempo al ritmo de los tambores.  Cuando nadie se lo esperaba, sus brazos se abrieron violentamente en direcciones opuestas, mientras que cada músculo de su cara tomó una forma mágica.  Los hombres que continuaban tocando los tambores vieron en su cara primero un cuervo, después una foca y, por último, un gran pez desconocido.

Entonces los hombres se pusieron a bailar, golpeando con fuerza los pies en el suelo y gesticulando todos juntos.  De vez en cuando, un grito sin forma salía de sus labios y se perdía en las aguas del río y del mar lejano.




De repente, era como si el tiempo hubiera dejado de tener dimensión.  Desde todas las partes, los hombres se unieron al grito ronco del brujo.  Todos parecían identificarse con él.  Después el brujo cayó al suelo, fue atado y,  de pronto, el gran fuego se apagó.  Sólo había silencio.  Fue entonces cuando sucedió: el brujo consiguió liberarse de las cuerdas y penetrar en el mundo de los espíritus.

Su vuelo fue muy largo y lo condujo a la morada submarina del dios supremo.  Allí encontró a perros sin cabeza y a la garza fantasma.  Pero no lograron detenerle.  Sólo cuando se halló ante el Gran Avo, el brujo tuvo la impresión de no poder.  Pero imploró, gritó, prometió y el Creador liberó de las profundidades del mar a un grupo extraordinariamente numeroso de salmones, que rápidamente se dirigieron hacia los torrentes lejanos donde vivía el pueblo tlingit.





El brujo estuvo de nuevo entre ellos antes de que llegaran los salmones.  Con la voz rota narró su aventura y, con la cara aún contraída por el terror, les dijo que pronto llegarían los peces.

Todos corrieron a la orilla del torrente y aguardaron.  Llegaron a las olas del torrente dando saltos gigantescos, como si nada pudiera detener el impulso que les había dado el Creador.  Volaban entre las corrientes impetuosas como flechas de plata.  Ascendían el río superando cascadas, gargantas, fisuras en las rocas y peñascos gigantescos.

Y, a lo largo de todo el río, el pueblo corría y lanzaba gritos de felicidad.  Todos, mujeres, niños y hombres, parecían enloquecidos.




Esperaron algunos días antes de empezar a pescar, como si quisieran respetar la necesidad de reposo de esos animales que venían de tan lejos.  Después, el brujo fue quien pescó el primer salmón y, con ceremonias y danzas, dio inicio al festín.

Cuando todo acabó, las espinas del primer salmón se recogieron religiosamente y fueron lanzadas al río, tal como ordenó el Creador que vivía bajo las olas del océano.  Era indispensable que pudieran volver al mar donde volverían a nacer, listos para regresar al año siguiente a los lejanos torrentes del pueblo tlingit.




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