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PEQUEÑA SOMBRA Y LOS PONIS #leyenda #lecturajuvenil #norteamerica #afecto #valiente



Érase una vez, en un poblado indio, un joven huérfano a quien nadie quería.  Vivía alejado en una pobre choza, estaba muy delgado y parecía triste.  Como era demasiado pequeño para cazar, tenía que mendigar su comida.

Los habitantes del poblado ni lo dejaban morir de hambre, pero nunca lo despedían sin haberse burlado cruelmente de él:

-¿Por qué te empeñas en comer, Pequeña Sombra? -bromeaban-.  ¡No vales para nada!  ¡Ni siquiera eres capaz de llevar un haz de leña en tus espaldas!

No olvidéis que en aquellos tiempos los caballos todavía no existían y todo se transportaba sobre el lomo de un perro... ¡o de una persona!



Sólo el jefe de la tribu se apiadaba del niño:

-El Gran Espíritu no hace las cosas así como así -decía-.  Si ha dejado que nazca Pequeña Sombra, seguramente tendrá algo preparado para él.  ¡Quién sabe!, quizá un día este huérfano sea un héroe.

Pero todos los habitantes del poblado seguían pensando para sus adentros que el Gran Espíritu, aquella vez, había actuado equivocadamente.

Cada año, en primavera, los bisontes iban a una gran pradera.  Con la oreja pegada al suelo.  Los niños oían cómo temblaba la tierra bajo sus pezuñas.  Entonces, todos los indios abandonaban el poblado.  Durante largas semanas, seguían a las manadas, acumulando la carne seca y las pieles para el próximo invierno.

Y cada año, durante esa época, Pequeña Sombra vagaba por el poblado desierto, pues todos se negaban a llevarlo:

-¡No puede cargar nada, ni siquiera sabe cazar, y es tan triste como una piedra! -decían-.  ¡Que se quede aquí, el Gran Espíritu se ocupará de él!

Claro está, nadie se acordaba de dejarle algo de comer, y más de una vez, al final de la estación de caza, los indios habían hallado al niño totalmente desnutrido.

Aquel año, cuando todo el mundo se marchó otra vez, Pequeña Sombra se tiró al suelo y se puso a llorar:

-¡Oh Tirawa, oh Gran Espíritu!  ¿Por qué me has dejado nacer? -preguntó entre sollozos.

-¡Más valdría que estuvieras jugando en lugar de lloriquear! -le contestó una voz.


Pequeña Sombra levantó la cabeza, muy extrañado: ¡allí no había nadie!  Además, eso de jugar era una idea absurda.  ¡No tenía nada con qué jugar, era un pobre huérfano!  ¡Nada más que la tierra mojada por las lágrimas bajo sus pies!

-¡Justo con eso! -dijo la voz.

-¿Cómo que justo con eso? -respondió el niño-. "¡Por Tirawa, me estoy volviendo loco!", pensó al oírse hablar.  Y moviendo la cabeza, se puso a modelar la tierra entre los dedos, maquinalmente.

Durante un momento, se olvidó de todo: empezó a modelar un perrito.  O más bien un perrazo.  Es decir, una especie de perro más alto de lo normal, más largo, con las patas más finas y altas que las de un perro, una cabeza más gorda, un cuello más largo, una cola que le llegaba hasta los pies, unos pies con cascos, e incluso una especie de cabellera a lo largo del cuello.

-Pero, ¿Qué es esto? -se preguntó extrañado Pequeña Sombra-.  ¡Está mal este perro!  ¡Voy a hacer otro!

Y empezó otra vez con un nuevo montón de tierra mojada, intentando esforzarse... y muy a pesar suyo, reprodujo exactamente el mismo animal.  Al ver las dos figuritas colocadas delante de él, el niño puso mala cara:

-¡Esto es lo que se llama hacer el tonto! -se dijo-. ¡Menos mal que no me ve nadie!  Se burlarían de mi.  ¡Voy a romperlos rápidamente!

Y cuando iba a aplastar aquellas especies de perro, una voz le susurró al oído:

-¡Primero échate un sueñecito!

-Vaya, realmente esto no me ha salido muy bien -bostezó el muchacho frotándose los ojos-.  ¡Más me valdría dormir un poco!

Acababa de cerrar los ojos cuando tuvo un extraño sueño.  Tirawa en persona bajaba de las grandes praderas celestes y se dirigía a él diciéndole:

-¡Pequeña Sombra, el día que te dejé nacer no estaba haciendo las cosas así como así!  Y tampoco tú cuando has modelado estos dos animales con tus manos. No son dos perros mal hechos, no, ¡son dos pequeños caballos, muy fuertes y bien realizados!  Y sobre su lomo, tú y los tuyos podréis ahora recorrer grandes distancias y transportar vuestras cargas.  Gracias a ellos, Pequeña Sombra, te convertirás en un gran héroe.  Pero para eso, procede de la manera que yo te diga: guía a tus caballos cerca del Gran Río y déjalos pacer y crecer por espacio de cuatro días.  ¡Después, haz lo que quieras!

Tras estas palabras, Tirawa desapareció y el muchacho se despertó de repente.


Pequeña Sombra creía en sus sueños, así que corrió deprisa hacia el río con sus dos figuritas, y las colocó cerca del agua.  Los dos minúsculos caballos se animaron en seguida, se pusieron a dar brincos y a relinchar, y se frotaron contra los mocasines del niño.  Más tarde empezaron a pacer de buena gana la hierba del prado.

Pequeña Sombra se sentó sobre una piedra y agotó el resto del día mirando.  Era maravilloso, a cada bocado de abundante hierba, a cada sorbo de agua del ría, los caballitos crecían un poco más.

Cuando cayó el sol, ya habían alcanzado el tamaño de dos perros medianos.  El niño los condujo al poblado desierto y durmieron juntos.

A la noche siguiente, después de un segundo día en las proximidades del río, ya eran el doble de grande que dos perros, es decir, llegaban más o menos a la  altura de la barbilla de Pequeña Sombra.


Aquella noche, durmieron en la choza del jefe, que era la más grande del poblado.

El tercer día, Pequeña Sombra se vio obligado a estirar el cuello para mirar a los dos caballos cara a cara.  A pesar de los consejos del Gran Espíritu, pensó que era suficiente.  Subió sobre uno de los caballos y, tirando del otro, se encaminó hacia la pradera en la que los indios estaban cazando.

Tirawa al verlo desde las grandes praderas celestes, se quedó un poco contrariado:

-¡Tres días es poco tiempo! -le recordó a Pequeña Sombra-.  Todavía no son caballos, no son más que ponis.

-Quizá, ¡pero son perfectos! -contestó el muchacho, que ya se había acostumbrado a dialogar con el Gran Espíritu.

-Bueno -le dijo éste-.  Como quieras.-"Después de todo -pensó-, este niño no está tan equivocado.  Al ser más pequeños, los ponis son más ágiles, y eso está bien para cazar."


Cuando Pequeña Sombra apareció en el campamento de los indios con sus dos ponis, se quedaron tan sorprendidos como si un bisonte hubiera pasado volando. como una mosca por delante de sus narices.  El jefe fue el primero en reaccionar.

-¡Os lo había dicho! -exclamó-.  ¡El Gran Espíritu no hace las cosas así como así!

La verdad es que no hizo falta mucho tiempo para que todos los indios se dieran cuenta de la maravilla que había conseguido Pequeña Sombra con la ayuda del Gran Espíritu.  Los dos ponis tuvieron crías, que a su vez crecieron, y muy pronto toda una manada pacía por el poblado, resultándoles de gran utilidad.

Por su parte, Pequeña Sombra, que hasta entonces había sido un enclenque y no era más alto que dos perritos, ¡también empezó a crecer!  Era como si el afecto de sus hermanos lo empujara.  Se hizo grande y fuerte y en seguida se convirtió en el cazador más valiente del poblado.

Así que, cuando el viejo jefe murió, el Gran Espíritu, que nunca actuaba a la ligera, inspiró en todos los habitantes el deseo de que Pequeña Sombra fuera el jefe.


Y así sucedió, para bien de todos.



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